Relato corto: «La sirena de Harald» (segunda parte)


Cuando Harald se despertó, ya era noche cerrada; del verano ártico, pero cerrada. Duraría tantas horas como dedos de una mano podría contar, pero sería más que suficiente si se espabilaba.

Había dormido casi todo el día y nadie había osado a despertarle llamando a la puerta con los nudillos.

Sediento y con el estómago revuelto, Harald bajó al piso inferior del hostal con su ropa vieja y arrugada, colocándose los tirantes sobre los anchos hombros como si le costara un gran dolor.

La señora Olgstrem estaba despierta; parecía que nunca necesitaba dormir. Echada en una de las butacas del salón, ante un fuego muy nutrido y que caldeaba excesivamente a habitación, leía una carta y su contenido la hizo feliz, pero su alegría se truncó en silencio hosco en cuanto vio a Harald.

—¿Quieres algo de cenar? —preguntó la señora Olgstrem sin esperar a que Harald le contestara, pues se levantó y se introdujo en la cocina, de la que salió a los pocos segundos con un plato de pescado frío que puso sobre una mesa, bien alejada de su butaca.

Harald trató de sonreír. El perfume nada agradable que despedía el animal muerto le hizo sospechar que acababan de servirle la cena reservada a algún gato callejero. Pero Harald no recordaba si en Ranerström había o no gatos.

Le repugnaba aquel espectáculo muerto y frío sobre la mesa, pero a ella le encantaría aquel manjar.

Estaría enfadada con él, por lo que era obligado y necesario llevar un obsequio que la calmara. La comida siempre fue una buena disculpa.

Harald se acercó a la recepción. La señora Olgstrem había vuelto a su butaca y le daba la espalda. Del mostrador cogió un periódico de hacía unos días y entre sus hojas abiertas echó los restos fríos de aquel pescado.

El hombre volvió a su habitación y buscó una linterna en su macuto. La necesitaba para encontrar el acceso a la gruta en el acantilado, la otra entrada a la guarida. Además, ella se sentiría atraída por la luz. Aquel pensamiento práctico despertó una sonrisa en los labios de Harald, pero el brillo en su rostro se extinguió.

Harald se vistió con el chaquetón marinero, bajó de nuevo y salió del hostal sin que la señora Olgstrem le dijera nada.

Fuera, la corta noche estival servía de raído e inútil capote a Harald, mientras corría por las calles de Ranerström. Su paso atrajo oídos y le llegaron furtivos cuchicheos ininteligibles.

El remolcador se recortaba con claridad entre los bajeles que lo rodeaban. A bordo, Swan hacía una de sus guardias de dormir a pierna suelta abrazado a Collins, su gato.

Harald subió y, a popa, arrió uno de los botes. Cada crujido que hacía el pescante lo sobresaltaba. La noche se había transformado en un sueño bello y demasiado silencioso a pesar del constante crujido de las maderas y los cabos.

Una vez quedó el bote en el agua, Harald agarró con fuerza los remos y se internó en el mar con esfuerzo. Las escasas luces del pueblo fueron menguando a medida que seguía rumbo Nor-noroeste y dejaba por la aleta de estribor el pecio de un carguero encallado y con las cuadernas marcadas por el fuego.

Los brazos protestaron enérgicamente pasados los primeros minutos. Harald luchaba contra la corriente adversa y el rumor del mar quedó sofocado por la agonizante respiración del hombre del bote. Sabía que podía vencer lo físico gracias a su fuerza mental, como durante la guerra; pero su cabeza no lograba alcanzar sosiego alguno.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no se quedó en Inglaterra? ¿Por qué no emigró a Alaska o al Canadá?, se repitió a sí mismo una vez más.

Ella, su recuerdo, era la respuesta; la única respuesta. No sería tan estúpido como para dejarla atrás de nuevo. Ese pensamiento le dio fuerzas y reavivó su pasión.

Sobre el cielo encendido de estrellas, sin que el sol dejara de arrojar su hálito rojizo en la línea del horizonte, se perfiló la irregular sombra de la costa donde se encontraba la entrada a la cueva. Los dos picos gemelos de Kokkam seguían ahí, vigilando mientras dormitaban, como Swan y Collins.

Las olas batían con timidez la pedregosa playa, reverberando. Era un aviso de la cercanía de la costa; su meta estaba muy cerca. Harald saltó al agua, mas demasiado pronto, y se hundió hasta la cintura en el mar. Se había precipitado por culpa de la emoción del esperado reencuentro.

Tras un segundo que fue eterno, en el que al muchacho se le paralizaron los miembros por la gélida agua, éste tiró del bote hacia la lengua gris y suave que iluminaba la linterna asegurada a proa. Una vez sobre los cantos, dejó la embarcación varada y buscó con la ayuda de la linterna la entrada a la gruta.

El frío que se iba solidificando en la tela de su pantalones y que se había filtrado por entre las botas hasta los gruesos calcetines. Se hundía en su piel.

De todos modos, ella nunca fue precisamente cálida en el trato ni en su tacto. Era salvaje.

Debía concentrarse en dar con la entrada a la gruta. Lo demás ya vendría solo.

Harald caminó con cautela por entre los cantos rodados que el mar había ido dejando allí con el oleaje. De noche no era tan fácil dar con la pequeña abertura que franqueaba el paso a la gruta horadada el acantilado y que conectaba, a su vez, con el océano varios metros por debajo de donde ponía ahora los temblorosos pies. Palpó con su mano calluda las afiladas rocas, tratando de encontrar algo que le resultara familiar. Tras mucho buscar, tras desesperarse, dio con  la entrada, pero ahora le costaría un poco más entrar por ella que cuando tenía siete años de edad; con su metro noventa de estatura y su robusta figura ya daba por perdida la batalla contra las aristas negras del acantilado. Arrastrándose se metió en el interior, rasgándose la ropa y la piel.

El aliento se condensaba en efímeras nubecillas que enturbiaban la visión. 

Con la linterna en vanguardia y el cuerpo herido y magullado, transfiriendo a las rocas el pestazo a los productos químicos que envolvía al remolcador, Harald alcanzó la cámara que daba a la piscina interior, donde pudo ponerse de nuevo en pie. La mar canturreaba dentro de aquella oquedad oscura, con cada pulsión, golpeando el acantilado, apretándolo en su puño; y Harald volvió a sentirse como el protagonista de un cuento de hadas. Avanzó con cautela y con la cabeza gacha para no darse con el techo pétreo, con la linterna en una mano y el paquete de pescado frío en la otra; se sentó en una roca plana, como hizo por última vez cinco años atrás, y esperó.

A Harald no le cabía en la cabeza la posibilidad de que ella hubiera abandonado aquel lugar. Después de todo, en un rincón depravado de su mente, consideraba que ella era de su propiedad, por muy salvaje que ésta fuera.

La luz de la linterna debía ser suficiente como para llamar la atención de la sirena. Siempre fue así. Harald tiritaba de frío y sintió la fusta de la impaciencia, arrojando entonces un guijarro suelto al agua, perturbando la superficie relajada de la piscina natural. Semejante brusquedad por su parte despertó algo en el fondo. Las profundidades dejaron escapar varias burbujas de aire y el limo se revolvió. Un silbido agudo y penetrante rebotó contra la bóveda de la cueva, precediendo a la agitación histérica y a una melena verdosa y oscura, cubierta de hilos de algas. Una frente traslúcida y unos ojos acuosos y brillantes se clavaron en Harald como teas. El silbido subió de intensidad y la criatura se acercó al intruso, estudiándolo con detenimiento, como un depredador.

La sirena tocó fondo con sus largos y esqueléticos dedos, arañando las rocas.

El muchacho ni se inmutó. Tan solo se limitó a ofrecer el pescado frío a su amada sirena.

El ser se detuvo y ladeó la cabeza. Aquel individuo le resultaba familiar y el gesto de ofrecimiento levantó la tapa de sus recuerdos. Le recordaba a aquel niño que la visitaba tantas veces y que se fue hacía tanto años atrás, siendo ya un hombre. El mismo por el que lloró cuando se dio cuenta de que no regresaría. Era su amigo a pesar de todo. Amigo. Era una palabra que casi no tenía sentido para ella.

Lo reconoció. Sí, debía ser él. Pero…

La sirena alzó sobre el agua su cabeza por entero, mostrando su extraño rostro de enormes ojos muy alejados de la nariz y boca, ambas ridículamente pequeñas. Aferrándose a los salientes, la criatura salió del agua mostrando su cuerpo hasta la cintura, dejando su cola al abrigo del agua salada.

Harald sintió náusea y apartó la mirada sin mover el cuello. Aquel cuerpo traslúcido y delgado, verdoso, no era lo que recordaba.

La sirena emitió un dulce arrullo de paloma y sonrió del mismo modo que le enseñó el pequeño Harald años atrás, pero cerró la boca y su rostro se crispó como el de la señora Olgstrem en el salón de su hostal.

El aire. La criatura olisqueó con desagrado. Aquella misma pestilencia la traía consigo Harald. Carne quemada, petróleo y dolor. La sirena aspiró de forma entrecortada y volvió a silbar con odio. El intruso apestaba igual que el barco que había naufragado a escasa distancia meses atrás. Todavía podía escuchar en sueños los gritos de los náufragos y sentir el calor de las llamas que devoraban el buque y herían la retina de sus recuerdos.

Odió aquella noche con toda el alma, que tendía a escurrírsele por la boca. 

Aquel intruso no era su pequeño Harald; el chico que le dijo hasta pronto una eternidad atrás. Era un ser turbio y vil; manchado. No lo quería cerca ni de ella ni de su mundo.

El pez muerto no era una ofrenda; era un insulto.

La sirena estiró los largos dedos de ambas manos, mostrándole a Harald sus afiladas y ennegrecidas uñas. Luego, sonrió mostrando una hilera de incontables y diminutos dientes, terminados en punta que el muchacho nunca había contemplado jamás en aquel extraño y otrora bello rostro.

A Harald no le dio tiempo ni a reaccionar con un grito de desesperación. A pesar de su envergadura y su fortaleza, la criatura lo tumbó cuando emergió del agua de un salto. Un golpe con su musculosa cola le partió las dos piernas y Harald tan solo fue capaz de abrir los ojos de par en par a la ceguera del dolor. Fue una suerte por un lado, pues se ahorró el contemplar el rostro odioso de la sirena a menos de dos centímetros de él y leer en él el odio y la gula lujuriosa que se había apoderado de él, mas el sentido del olfato le permitió adivinar donde estaba la amplia, afilada y putrefacta boca. Las uñas verdosas y rotas se hundieron sobre las capas de ropa, llegando hasta la piel.

Harald se sobrecogió por última vez cuando la dentadura de la sirena se cerró sobre su cuello. La sangre caliente manó como de un torrente. Fue hasta un alivio.

La criatura saboreó y bebió la sangre con lujuria, olvidándose por completo de que Harald apestaba a combustible, pólvora y oscuridad.



En Ranerström nadie se percató (o quiso darse cuenta) de la desaparición de Harald Assler. Tan solo el mecánico Swan echaba de menos a su patrón, pero una mañana cualquiera, soltó amarras y el remolcador no fue nunca más visto por aquellas costas. 

Comentarios

Entradas populares