miércoles, 18 de septiembre de 2024

¿Merece la pena que me forme una opinión?

«Una persona sin información es una persona sin opinión».

Esta es una frase sobre la que deriva, pivota o se encesta, según se vea, la chanza que se traía Don Evaristo Acevedo en la introducción al tercer volumen de El despiste nacional (1971), su antología de gazapos que iba recopilando, cuán Hércules, de la prensa escrita española. Eslogan que, por lo visto, en ese ya tan lejano año se repetía constantemente en televisión, animando al españolito de a pie, aquel de las postrimerías del Franquismo, a comprar periódicos como un poseso con la escusa de que se informase (aunque fuera para tener con qué envolver luego el bocadillo), así como ver el telediario.

Sin embargo, ¿el Sr. Acevedo, en toda su pícara grandiosidad, sospechaba que la gente es capaz de generar de forma industrializada su propia opinión sin que se le tenga que cargar con el penoso lastre de la información? Quizá sí.

Si antes queremos saber lo que significa la “opinión”, debemos acudir a la RAE, que la define como 1.- Juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien; 2.- Fama o concepto en que se tiene a alguien o algo.

Muy listos nuestros Sillones al no involucrar el rijoso término información en la ecuación, pues sabemos muy bien que la información, tras un proceso lógico y analítico, se convierte en inteligencia. Y de esto último andamos cortos, pues opinar, o lo que se entiende vulgarmente por opinar, es un deporte popular fácil de practicar por legos, profanos y profesionales; es como contar ovejitas. Por ello, entiendo yo, ¡cuánto habría disfrutado nuestro Acevedo, nuestro buscador favorito de oro en tinta de vivir nuestros rocambolescos tiempos donde los gazapos han pasado a ser titulares enteros! Me da que se habría hecho todo un personaje en las redes sociales y hasta escribiría una versión algo diferente de su Triunfe en sociedad hablando mal de todo.

Por todo ello, un eremita como yo, que ni ve los telediarios ni lee periódicos, ¿qué clase de espanto o esperpento soy en una relación social en la cancha de la opinión? No puedo ser el cuñado que todo lo sabe, no puedo dar mi opinión nada formada en cuestiones de política, economía y deportes en bares, con conocidos o desconocidos, por cuanto no me presto al juego de la discusión. Cierto es que no quedo incólume, algo me llega siempre, ya sea de ruido de fondo durante la cena o al abrir el navegador en el móvil con los salivazos que pega el Google con esas noticias que cree que me interesan.

Es como si huyera de un plano de la realidad, que no termina de ser del todo real. Es curioso, por cuanto una de las facultades a las que elegí optar cuando rellené los papeles para la Selectividad, allá en 1999, era la de Ciencias de la Información. Extraño tipo de periodista habría sido yo.

Sin embargo, considero que la opinión más banal está sobreestimada. Casi un ejercicio de soberbia y altanería. De alzar la voz y ver si alguien gira la cabeza. Sin embargo, no dejamos y no dejo de hacerlo. Opinar casi es como respirar. Tenemos un nervio vago para opinar, aún sin información.


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