Premio Planeta a dedazo

Me senté a la mesa de la cocina a las once menos cuarto de la mañana del 16 de octubre. Y una de las primeras noticias con las que se me atragantaron las galletas María del desayuno fue que, durante el transcurso de la noche anterior, el flamante y bien forrado de billetes Premio Planeta se lo llevó al agua y al bolsillo Luz Gabás. Ya durante el viernes estuve rumiando y apostando en broma, esperando sin esperarlo, si los jueces se atreverían a entregar el galardón a alguien que no estuviera ya en nómina del ampuloso gigante que es Planeta o de alguien que, militando en la competencia, no necesite de extras para llenar la hucha. Como un necio, podría creer que la 72ª gala pudiera ser escenario y oportunidad para algo más que el paseíllo de primeras espadas rascándose la espalda al que nos han acostumbrado desde los últimos años.

He de dejar claro que de estos Premios Planeta sólo he leído un título en toda mi vida y fue por culpa de los malditos detalles sin detalle que traen la Navidad. El regalo no pedido y excesivamente socorrido del ganador y del finalista hecho tapa dura y engalanado con una cinta roja que luce que ni pintado en las librerías y en casa de uno, lo más escondido posible. Ese título fue «El fuego invisible», de Javier Sierra, un autor al que me gusta más escuchar que leer. Ya había pasado el trámite de terminar anteriores obras escritas por él, de su puño y letra, y puedo decir que la premiada es aburrida y sosa. Es más, en su prosa no detecto nada que la haga brillar como para llevarse un millón de euros (menos impuestos), al riñón. Y supongo que otro tanto sucederá con cierta infinidad de galardonados, más si cabe desde que todos son y sin excepción “de la casa”.

—Claro —diréis arqueando las cejas y torciendo la boca en gesto sarcástico—, este patético juntaletras se muere de envidia porque nunca dejará de ser del montón y se hartará de escribir tonterías que nadie leerá y, mucho menos, pagará un céntimo.

Pues yo, a vuestro envenenado venablo, responderé con una peineta que haría sombra a las de Martirio. Sé muy bien que pertenezco a la masa que le dan carbón y que se asfixia de la mitad de la montaña hacia abajo. Y apenas me dejo ver en concursos literarios. Es más, el primero y último que gané (cuyo premio era un lote de libros que acabó íntegramente en una librería de segunda mano), fue, lo sé, porque fui el único de los aspirantes que sabía dónde poner las comas y los puntos. Así de simple.

Aspiro a escribir y a que alguien me lea. Si con ello gano dinero, mejor que mejor, que la cosa se está poniendo muy malita. Pero nunca ha estado entre mis cuitas eso de mandar un manuscrito a un premio literario nacional (o no tanto), donde sea debidamente ignorado y usado de papel higiénico por un jurado que ya se sabe de memoria las vocales y las consonantes de aquel a quien tienen que coronar. Nunca ha estado en mi ánimo dedicar centenares de horas (sí, centenares), a una novela para recibir a cambio el hueco y vano mensaje automatizado de agradecimiento por participar a cambio de nada y punto.

Entre mi haber cuento con arrojados conocidos que se pensaron eso de lanzarse al vacío sin paracaídas y mandar su gran idea puesta negro sobre blanco a los de Planeta y optar a sus laureles, vestidos de fiesta, aún cuando es una editorial a la que si no vas de la mano de un agente literario ni te miran a la cara. Una editorial con un galardón de mucho renombre y parné (adelanto de regalías más bien), que es una fábrica de hacer dinero y que no apuesta por los escritores anónimos ni por hacer una excepción a la regla.

Pues, muy bien. Otro año que queda atrás y otro premio que se queda en “la familia”. Para 2023, Deus volente et Putin etiam, volveré a apostar y a fantasear formando conjuntos de letras para nombres y apellidos inventados o, para mi mayor diversión, me limitaré a colgar de la pared el catálogo de estrellas de Planeta, cuan diana, y a jugar a los dardos a ver si acierto.


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