La superficialidad de cartón piedra y decadencia de segunda regional, de algodón de azúcar con final amargo, me saltó al ojo provocándome el escozor propio de un zarpazo de arena propinado por un enemigo traicionero nada más finiquitar la tarea, siempre aburrida, de rellenar las casillas de los datos de rigor. Pero supe escurrirme del ataque de purpurina, ocultándome tras el parapeto de la búsqueda de profesionales del ramo y, también, de vídeos de gatos protagonizando virguerías y hazañas de esas que pueden solear el día más gris y gruñón.
Y no sé si es porque apunté que soy hombre o por el algoritmo secreto que tiraniza las sombras de mi móvil, no tardé en verme arrollado por reels (un término un tanto anticuado para la chavalería para la que el s. XX solo sirve para vestir a “la moda”), en los que cándidas chicas muy bien hechas y terminadas, ligeras de ropa y con dos tallas más pequeñas de las que necesitan, se contonean ante la cámara o, simplemente, dan saltitos para que su masa pechuguil quede registrada en la escala sismológica de Richter. El alborozo para aquellos que sentimos fervor y predilección por los pechos femeninos nos pone a la altura de las hemorragias nasales del maestro Mutenroi. Y tanto es así que doy gracias porque este invento me haya caído a las manos con cuarenta años, canas y alopecia (y el sosiego que traen), y no con 14-15 años de vida, como los que tienen nuestros desatinados churumbeles. Vamos, que me habrían faltado manos y miembro para tanto sacapuntas, si se me permite profundizar en tan soez senda de disertación.
Creo que ya soy un viejo verde, un sátiro, ¿no? Sacadme del error si no es así.
Pero la cuestión aquí no es la de pasar el rato, echarnos unas risas yo escribiendo con Loquillo atravesando los altavoces (“Cuando fuimos los mejores”), y vosotros leyéndome, ni que imaginéis desagradables escenas de exceso de fluidos precipitándose por el inodoro hacia la nada más absoluta. Tampoco la de disparar un cartucho defectuoso y mojado a modo de excusa, pues algo habré hecho yo también para acabar rodeado de erocosplayers (Vilma Dinkley, la modosita de la serie Scooby-Doo, nunca ha lucido tan sugerente y en tan variadas posturas), y de chiquillas que algo deben de ganar con los “corazoncitos” a cambio de lucir en sujetador, en bikini o con un apretado disfraz de Spiderwoman o de Mikasa de “Shingeki no kioyin” a través de un ojo de cristal digital instalado en sus habitaciones (reales o marquetinizadas).
Internet, en su cara visible, sigue creciendo de forma exponencial, como un experimento de instituto mal calculado mezclando kilos de Mentos con litros Pepsi Cola, en el que el templo a Minerva en el que se debía haber levantado para compartir información, es un antro en el que Venus y Dionisio lucen con menos arte que yo mismo cantando bajo la ducha (otra imagen inolvidable que os dedico). Tenemos una mente privilegiada, tanto es así que estamos convirtiendo el mejor ingenio jamás creado para extinguir la ignorancia, esa que siempre ha avasallado y humillado al pueblo llano, en un insulso pasatiempo capaz de alimentar cualquier bajo instinto y pecado capital (algo nada nuevo, pero que gana inercia).
Por supuesto, yo no voy a juzgar a nadie, como tampoco apartaré la mirada de la pantalla ante estas provocativas imágenes (soy como los demás: fácil de contentar). Pero no dejaré de sentir el vacío de la pérdida de tiempo que supone Internet para mí cuando me desvío de un objetivo más elevado, sumando el Instagram a mi listado de cruces de procrastinación y, por supuesto, aún no he dado con lo que buscaba y me habían prometido esos oráculos.
Sobre la peligrosa visión de falso éxito que muchos de los instagramers lucen como falsos ídolos de juventud y no tan juventud, prefiero no hablar. Hasta ahí no he llegado.
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