Es de recibo pensar que ese comentarista tenía poca o ninguna idea acerca de la biografía de Heston y del impacto que tuvieron en él los proyectos cinematográficos distópicos en los que participó a partir de la década de 1960. Tampoco conocía, probablemente, el nivel de obsesión al que habría llegado el actor: cuando Heston murió el 5 de abril de 2008, a los 84 años, uno de los datos que trascendieron fue que era propietario de un búnker preparado para un eventual apocalipsis.
Durante los años sesenta, Heston fue un reconocido simpatizante del Partido Demócrata. Participó en la marcha sobre Washington por los derechos civiles de 1963 y escuchó el célebre discurso de Martin Luther King, conocido como “I have a dream”. Pero durante aquella época, como tantos otros, tuvo su primer contacto con futuros distópicos y la posibilidad del colapso de la civilización humana.
En varias entrevistas manifestó su interés por la ciencia ficción y, gracias a sus gestiones, fue uno de los principales artífices de que la mítica película El planeta de los simios (1968) llegara a las pantallas de todo el mundo.
Cuando el productor Arthur Jacobs le facilitó el guion de El planeta de los simios (dos años antes del inicio de la producción), Heston quedó fascinado y se involucró de lleno: propuso directores (como Franklin J. Schaffner, quien finalmente dirigió la cinta), sugirió actores, participó en audiciones… Le interesaba especialmente el personaje de Taylor, el protagonista, un misántropo y cínico que se embarca en una misión espacial para huir de la Tierra y de la humanidad; aun así, se convierte en el único defensor del Homo sapiens en un mundo dominado por simios. Para Heston, el ser humano era un animal imperfecto, y protagonizar luego títulos como The Omega Man (1971) o Cuando el destino nos alcance (1973) lo convenció de que habíamos sellado un destino de horror, ya fuera por la guerra nuclear, la superpoblación, el cambio climático, los desastres catastróficos o la decadencia de los sistemas democráticos.
Y si echamos una mirada fugaz a aquellos títulos distópicos en los que protagonistas, antagonistas y secundarios deben sobrevivir en un mundo donde las reglas de la civilización se han desmoronado —ya sea el páramo australiano de Mad Max, las ruinas de The Last of Us o la nevada ciudad de Buenos Aires en El Eternauta— queda claro que una de las herramientas clave para seguir vivo es la posesión, el conocimiento y el manejo de armas (no es casualidad que el protagonista o entre los personajes principales se encuentre alguien en activo o veterano de la policía o del ejército).
Da lo mismo una piedra que un fusil de asalto: el arma es el elemento material representativo de la violencia (tanto para atacar como para defender) y el poder. La naturaleza o una especie invasora puede representarse como enemiga, pero no hay mayor lobo para el hombre que el propio hombre, como dejó escrito Thomas Hobbes en su obra Leviatán (1651): Homo homini lupus.
Heston creía firmemente en un apocalipsis inminente y preparó un búnker para sobrevivir a él. Y si defendió la segunda de las diez enmiendas de la Constitución de 1787 —ratificadas el 15 de diciembre de 1791— fue porque consideraba las armas necesarias para sobrevivir en semejante escenario.
Esa Segunda Enmienda, tan discutida, fue redactada de manera lacónica: “Por ser necesaria para la seguridad de un Estado libre una milicia bien regulada, no se restringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas.”
Es una enmienda hija de su tiempo. El contexto político y social era muy distinto al actual. Por un lado, la población se encontraba dispersa e indefensa, y existía cierto temor de que el nuevo poder degenerara en autoritarismo, por lo que se concedió a la ciudadanía el derecho a portar armas para su defensa, para acudir a la guerra e, incluso, para levantarse contra un gobierno despótico. Por otro lado, la concepción de un ejército estadounidense profesionalizado, sin depender del reclutamiento voluntario en caso de conflicto, es relativamente reciente. Hoy, Estados Unidos no necesita civiles armados para engrosar sus fuerzas, pero no era así en los siglos XVIII y XIX. El problema es que el país sigue anclado en figuras y mecanismos arcaicos, como la subsistencia de la Guardia Nacional (heredera de las milicias) o el absurdo sistema de votación presidencial.
Por supuesto, no escribo este texto para defender el derecho a portar armas, ni porque me parezcan aceptables las escandalosas cifras anuales de fallecidos por arma de fuego en Estados Unidos. Creo firmemente que los estadounidenses deberían implementar un mayor control, lo cual no se contradice con analizar y comprender la postura que adoptó Charlton Heston desde su particular prisma.
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