Quizá allí resida el quid de la cuestión: una novela, que son 60.000 palabras abigarradas y las que salen a mayores, se puede escribir con facilidad en un mes si uno está acostumbrado a escribir unas dos mil palabras diarias. No parecen muchas, ¿verdad?, pero llegar incluso a las trescientas palabras de una tacada (este artículo tiene poco más de quinientas), es un trajín digno para muchos, entre los que me incluyo, de competir con los trabajos de Hércules, pues escribir siempre es rijoso, no digamos ya si hablamos de la ficción más pura. Justo al contrario sucede cuando evacuamos nuestras opiniones sobre un tema y acabamos pariendo una columna de opinión. Entonces las palabras fluyen con lujuriosa y húmeda facilidad. Incluso sucede cuando escribes un artículo especializado, pues compones un tapiz de retazos de investigación y documentación que has ido dejando a tus pies para que tus manos los recojan y compongan una imagen, incluso permitiéndote pequeños destellos e, incluso, una sobredosis de ingenio (o lo que crees que es ingenio), en una prosa a la que acabas colgándole un título rimbombante.
Pero escribir será siempre un tormento del que buscaremos librarnos de la forma más peregrina, por cuanto, insisto, es costoso y pocas veces llega a satisfacer a quienes no nos conformarnos con ello como vicio solitario.
Sin embargo, superados los primeros escollos, el escritor hace callo y llega a un punto de irrealidad cuando atisba el término de su historia, cuando sabe que le quedan contadas páginas en blanco que violentar con letras de imprenta. Garabatea o teclea por inercia, impulsado por la fuerza descomunal de los cien remeros de sus neuronas que no han dejado de bogar. Es entonces cuando no hay dolor ni frustración, tan solo una singular sensación de relajación, pero también de miedo, pues en la lejanía aparece un caballero de negra armadura y carcajada odiosa: el heraldo de la primera revisión de texto, a quien seguirá otro y otro más. Faltas de ortografía y gramática, así como olvidos, despistes y sinsentidos, son las armas con las que nos arremeten que, encima, se las hemos dado nosotros de forma inconsciente. En entonces, tras varios y distanciados combates singulares en los que no sales muy bien parado, cuando te descubres pensando que preferirías estar escribiendo y no leyendo lo que has escrito.
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