Ella y la playa

Tras cesar el ronroneo del motor de explosión con un hipido bochornoso, tan solo quedó un último estertor mecánico que emponzoñara la escena: la carraca seca de la palanca del freno de mano haciendo tope y afianzando el vehículo.

Al otro lado del parabrisas, el mar lo abarcaba todo, yendo a morir a la arena que discurría como una tirita que cubriera una cicatriz invisible. Cada ola, de ebúrnea espuma, relamía con gula las huellas que alguien acababa de dejar tras de sí.

Ella se estiró como una contorsionista dentro del coche para alcanzar, en el asiento trasero, su saco de punto, en cuyas profundidades esperaban el bote de crema solar, unas gafas de sol de repuesto, una toalla, una botella de aluminio hasta los topes de agua fría, algún objeto perdido y jamás reclamado y, lo más importante, el libro cuyas últimas páginas ansiaba consumir con la ayuda de la brisa marina y, así, tener la excusa perfecta para emprender el asalto contra el próximo título anotado en su lista de pendientes.

Con el sombrero de paja bien encasquetado y los lacios cabellos domeñados en una coleta, ella salió al tórrido y desasosegante exterior. A la carrera, con el peligro de perder una chancleta en el empeño y quemarse la planta de los pies por culpa del recalentado asfalto del parking, cubrió el espacio había entre su coche y el arenal.

Aunque el viento no se mostrase como un buen aliado, ella fue capaz de estirar la toalla y que ésta no saliera volando en busca de aventuras, hasta el primer poste con alambre donde quedar enredada de forma irremediable. Se sentó y se abrazó a sus rodillas flexionadas.

A pesar del buen tiempo, la playa estaba prácticamente desierta y ella se permitió unos instantes de contemplación para ejercer de inocente observadora de la naturaleza humana que, a pesar de todo, rompía el equilibrio de la relación pura entre el mar y la playa. Hacia el norte, una cometa de cola multicolor trataba de elevarse sin mucho tino. Un infante de unos seis años se peleaba con el cordámen siguiendo las torpes instrucciones de un padre que se había olvidado de ser niño. El hombre se había quedado recluido en la ciudad, bajo su hormigonado. Su infancia solo la podía volver a vivir a través de los ojos de su hijo, pero era incapaz y eso lo frustraba.

Un poco más cerca de donde ella había asentado su refugio de lectura bajo el sol, una mujer pegaba saltitos estúpidos al son rítmico de cada ola. Una mujer que sólo se dejaba cubrir por el agua hasta las caderas y que huía despavorida cuando un alga verde, arrancada del fondo pedregoso, se enredaba entre sus piernas. Una mujer de formas de botijo que había renunciado a la operación Bikini tiempo atrás, guardando de mala manera sus estrategias en el fondo del cajón de las operaciones militares domésticas de una juventud ya pasada.

Hacia el sur, donde se recortaba en azul pálido el contorno familiar de las islas que saludaban y despedían a los barcos que surcaban la ría, un perro mestizo correteaba y mordía el agua salada cuando una ola le rozaba las patas. Corría y brincaba, mientras su cola hacía aspavientos como si de un ventilador estropeado se tratase, amenazando con romper los ligamentos que la sujetaban al resto de su cuerpo terroso. Siguiendo las evoluciones del animal, una mujer que rondaba la cuarentena esperaba cambiando su peso de un pie a otro. En una mano, una larga correa de la que pendía un saquito de bolsas de plástico negro, en la otra, un peluche de jirafa, sucio y maltratado, pero que sería fiel al animal hasta el día del Juicio final.

Y no había nadie más en toda la playa.

Ella suspiró aliviada, esbozó una sonrisa cuyo secreto no lo compartiría jamás y asió el cuerpo rectangular y familiar de la novela que terminaría aquella misma tarde. Bizqueó los ojos ante el reflejo brutal del sol sobre la superficie añil y se sumergió en las profundidades de celulosa y tinta negra. La brisa caracoleaba con los mechones sueltos y rubios que se creían libres, antes de que el sudor hiciera que se oscurecieran y se pegaran contra el cuello bronceado.

El perro mestizo cruzó delante de ella como si de una bala peluda y desviada se tratara, levantando la arena y elevando ladridos al sol en un diálogo incomprensible. Ella apartó la mirada de la página que estaba leyendo y sus ojos se toparon con los del animal, que había detenido su alocada carrera y jadeaba con una lengua que le llegaba a los pies. Ella se vio reflejada en las alegres canicas negras de la bestezuela y se supo igual de feliz.  

(Dedicado a María, ella sabe porqué).


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