miércoles, 4 de mayo de 2022

Hastío en la granja: un domingo de mayo

Soy muy poco competitivo. Es una tara o una virtud que reconozco sin ambages ni teatralizadas inflamaciones. Nunca me han llamado la atención los podios y las medallas. Y será porque existen pocas carreras en las que puedo despuntar con varios cuerpos de distancia sobre mis contrincantes. Una de esas es la de dormir. Es como si siempre tuviera sueño y nunca me opusiera a la posibilidad de hacerme uno con un colchón y unas sábanas. Incluso con menos. Mas, ¿existen este tipo de olimpiadas?

Este domingo pasado salí del ovillo hacia las diez de la mañana, luego me eché una siesta de una hora larga por la tarde y, a la noche, me fui al catre con el mismo amodorramiento con el que me levanté a la mañana siguiente ante la perspectiva de un otro lunes más de rutina y ordenanza. 

Este domingo, haciendo ganas de comer, cimbreé hasta una tapia, la escalé y me arrebujé al sol. Ignorando efemérides, mi tranquilidad se vio perturbada y la pompa cristalina se hizo polvo finísimo, de ese que se te cuela en el ojo y escuece que no veas. En mi pupila vertical se materializaron unas raquíticas masas de lana y pancartas, cada una discurriendo por una calle distinta a pesar de que todas salieron de la misma granja de donde los humanos fueron expulsados en teoría. Si solo fuera el efecto visual… Pero les precedía la bofetada sónica: los balidos que aspiraban a guarridos. Eran las ovejas que no producen lana para esquilar, pero que entienden, a fuerza de asentir, a las demás ovinas aún sin haberse puesto nunca en su puesto y lugar. E iban sin perro pastor, pero sí con gallo negro.

Sus balidos astillaron mis barreras sin piedad.

Lo que vociferaban me resultaba apenas comprensible, aunque solo había que tirar de memoria. Quejas, mofas y bonitas promesas vacías y repetidas que pintaban al óleo un mundo de fábula regido por sus ideas delirantes de secta del LSD, donde la primavera brotaría dos veces por año garantizado, como si del seguro de sol en Tenerife se tratara. Solo hay que cambiar el color con el que se ven las cosas, pero no me voy a cambiar de ojos, ni de orejas ni de recuerdos, pues sé que estas ovejas solo me quisieron para que las llevara pasto o echara las cuatro zarpas en una mudanza. Los demás sudan y ellas se abanican. Tonto el que no se una y también el que sí, pues estas ovejas guerreras hace años que perdieron el filo en las muelas, de cuando no recibían la sopa boba de los directores de la granja.

Las cortas masas confluían, se enredaban y reverberaban como un órgano de iglesia desafinado, tocado por un ejército de ratones beodos tras confundir el aguardiente blanco con el agua sagrada, cosa del todo comprensible. Tantos tubos como bocas en una comunión a fuerza de megáfono adquirido en un bazar chino.

El ruido me resultaba excesivamente molesto y, dando por sentado que las ovejitas no se recogerían en la granja hasta mucho después, me encasqueté la resignación, ericé los bigotes y mis propios bufidos me acompañaron como banda sonora privada. Me colé entre huertas abandonadas y escombros cubiertos de matorral, poniendo distancia entre los balidos que se confundían con los chillidos de los directores de la granja (cuando no aullidos), y la punta de mi cola. Deambulé sin rumbo fijo pero sin desviarme de los caminos conocidos, hasta que llegué a un espacio abierto, un redil intramuros, donde las ovejas aspirantes a cerdos se habían arremolinado. Era un lugar maravilloso, protegido del sol por la generosidad sin límite del ramaje de unos contados árboles, donde aquellas trabajadoras ovejitas por un día estaban dándole al pasto de recompensa de una manera que era un gusto admirarlas, congratulándose entre ellas del esfuerzo realizado mientras rumiaban. Se habían puesto incluso de pie sobre sus pezuñas traseras. 

A su alrededor pululaban unos pobres borricos con bozal, no fuera que rebuznaran rompiendo la bucólica estampa y recibieran, por castigo, un mordisco en las orejas. Las ovejas aspirantes a más habían trabajado y producido lana un domingo; ya era suficiente para el mundo, demasiado. Sin embargo, los burros seguían a lo suyo, para lo que habían nacido, para servir y trabajar los siete días de la semana, pues unos tienen derecho a balar, pues ya balan por todos, y otros ni lo tienen a rebuznar.

Ya nos sabemos de memoria eso de que «todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros». Hay que mantener la fantasía en ciernes y la esperanza de papel mojado.

Pero estas son las ovejitas listas. El resto estaban paciendo en sus mesas de terraza, con los ojos vidriosos, con la convicción de que el sol seguirá saliendo por el mismo sitio o por Antequera si es necesario. 

Este cuadro se me olvidó regresando al hogar, colándome hasta la cocina donde hundí el hocico y las orejas en la comida. Me olvidé hasta ahora, cuando me ha entrado otro bostezo de esos que retan a la mandíbula a que no se desencaje componiendo en mi rostro un reflejo de mofa a la realidad.


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