Entes, entas y tonterías del lenguaje inclusivo

No echemos las pestes y los dogos contra Leopoldo Alas Clarín por su «La regenta», pues en ningún momento tenía la intención de adelantar acontecimientos como los que nos han tocado en suerte vivir ahora a aquellos que amamos las Letras castellanas; nada más lejos de la verdad, pues su novela  critica la sociedad de la Restauración y Ana Ozores es regenta por ser la esposa del presidente del tribunal regional, aunque haya quien lo crea en el sentido contrario con semejante título. 

Sí, hablo del dichoso y tan traído lenguaje inclusivo con el que hay quien moja la ropa interior como el ciego llenaba su copa de vino frente al Lazarillo; ese mismo que amenaza con rebajar el nivel intelectual general muy por debajo de lo expuesto en las vitrinas de los Museos de Historia natural, todo ello fraguado al calorcito de una campaña ideológica mefistotélica que más que ensalzar a la mujer, la perniquiebra.

Y uno de los objetivos (de tantos) de los perros neofeministas de batalla (o pollos sin cabeza, mejor dicho) es la palabra «ente» y aquellas a las que sirve de participio activo para formar adjetivos y sustantivos (no voy a hablar hoy sobre la cobarde eliminación paulatina de términos propiamente femeninos como en el de poetisa, que ha quedado desahuciado, a pesar de su belleza intrínseca). Y ente, si acudimos al diccionario de la RAE, en su primera y más ajustada acepción a lo que pretendo exponer, significa «lo que es, existe o puede existir» y es similar a “ser”, como persona, animal o cosa que existe. Me gustaría aquí remarcar que, aún con su “masculinidad” reflejada en la definición, su neutralidad de género es evidente.

Con dicho «ente» se han lexicalicalizado términos a lo femenino y en forma bastarda, como es presidente: «persona que preside». Ni hombre, ni mujer, pues ente no tiene género definido. Sin embargo, incluso la ilustre RAE ha tenido que plegar velas, no vaya a ser que le revienten los oídos en mitad del pandemonio. Así llega a admitir el término “presidenta” (incluso el programa de Word en el que estoy escribiendo no lo marca como erróneo) y mi lengua, llevada por la corriente, ha pecado refiriéndose a una cliente como “clienta”. 

Si a ello le unimos otros de la calaña de jueza o con gozosos y vergonzantes derivados de reciente creación, como pilota (“yo quiero ser de mayor pilota”, sí, y  yo balón), la cosa vomita sobre la línea que separa lo racional de lo absurdo.

Por si no os habéis dado cuenta, esta modificación léxica “inclusiva” únicamente se da en aquellos términos que suenan bien en femenino. Entonces, me pregunto yo si, algún día, arrastrados por la marea, escucharemos, leeremos y escribiremos barrabasadas de la categoría siguiente: adherenta, adolescenta, clarividenta, clementa, coherenta, combatienta, competenta, complacienta, convincenta, decenta, delincuenta, descendienta, diligenta, durmienta, elocuenta, escribienta, impertinenta, imprudenta, incongruenta, indigenta, negligenta, ponenta, pretendienta, prominenta, relucienta, vivienta… ¡A lo loco!

Tampoco quiero abusar, por lo que no voy a arrancarme los ojos tras formar una frase utilizando palabras de la lista anterior.

Recordemos que en el futuro distópico imaginado por Orwell, uno de los principales intereses del Estado era neutralizar al individuo a través de la merma del lenguaje. Quizá lo que se presente como progresismo y feminismo encierre una oscuridad que nadie quiere ver a los ojos.

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