Así, y no de otro modo, es como refiero aquellas líneas argumentales que, dirigidas a alcanzar una disparidad de objetivos (léase, un relato breve, un relato largo, una novela, un guión de cómic, etc.), terminan inacabadas en el fondo de un cajón o, en verdad, en un archivo dentro de una carpeta del explorador de Windows. Llevo años coleccionando estos cadáveres para mi más profunda frustración, frutos marchitos del tiempo transcurrido entre su inicio y su abandono; al fin y al cabo, prueba objetiva que demuestra, de forma férrea e irrefragable, la máxima que dejó impresa el maestro Stephen King en su mítica obra «Mientras escribo»: si en tres meses no has terminado tu línea, con su comienzo y su final, con su estructura básica -dejando para después las florituras y correcciones-, la historia “muere”.
No son sus palabras exactas, ni de lejos, pero sí el espíritu que encerraba la exposición de King, quien guía sin vacilación su martillo, golpeando con rudeza el yunque de todo autor, tanto consagrado como en ciernes, pasando por el que ni es lo uno ni lo otro, como el que suscribe.
He perdido la cuenta de estas historias que me pedían pista y para las cuales no fui capaz de construir una lengua literaria de asfalto y hormigón con la rapidez debida. Me arrojo con una fuerza indómita e indomable sobre el papel, como un tigre, como el demente Ahab sobre la temida ballena blanca. Una sola imagen transmite a mis dedos el impulso suficiente para marcar tres mil o más palabras en una aislada tarde de fin de semana; empero, se suceden los días en los que me es prácticamente imposible hacer valer otra máxima, como es la de escribir todos los días, aunque sea una triste frase para, así, ayudar a que el relato siga creciendo; no digamos ya manteniendo el ritmo inaugural. En el fondo, esto es como mantener a un ser vivo desde el momento de la fecundación del óvulo hasta que se convierte en algo autónomo y adulto (con su publicación), necesitando de continuos cuidados y alimento: si uno no se ocupa como es debido de sus creaciones, estas se agostan y se retuercen.
Reconozco que soy muy lento escribiendo (y leyendo). Tanto es así que el admirado King publica títulos a una ratio superior a la que yo soy capaz de dejarme la vista sobre sus argumentos; pero este no es el tema que pretendo tratar. Como dije, soy moroso en la tarea de escribir, unas veces muy perezoso (incluso para cumplir con lo de la línea diaria), otras me supera la carga de trabajo para poder comer, a la que nos obligaron aquellos ladrones del frutal; y, claro, los tres meses fijados por King se agotan como el agua en los labios del sediento. Tres meses en los que la historia, en ocasiones, ni ha alcanzado el ecuador; en los que me tientan nuevas ideas radicalmente opuestas entre sí y en relación al objeto de mis pocos desvelos, y que exigen, con deje dictatorial, “su espacio”. Entonces, con dolor y rabia, repudio la historia marchita en la que me he ido perdiendo y enlodando, sin fuerzas para tirar del cabo y hacer que la vela vuelva a embolsar de forma correcta el aliento dulce y cálido de la Musa, quien me dedica cantos que dirigen la proa de mi péndola hacia direcciones insospechadas. Soy una suerte de Ulises con mil Ítacas a las que regresar y ninguna forma de precisar mi posición sobre la carta. Es como si diera vueltas alrededor de los trescientos sesenta rumbos existentes.
Dejo tras de mí cadáveres de historias. Algunas llegaron a superar con creces el medio centenar de páginas. Una en particular, monstruosa, cruzó el umbral de las 150.000 palabras (clarificaros que una novela es considerada como tal cuando cuenta con más de 60.000), a la que me obstino con regresar de vez en cuando, pero al instante me siento incapaz de aferrarme a las riendas y domesticar ese engendro de músculo negro y turbador. Todas tienen formas obtusas y petrificadas de amantes despechadas; no se las puede insuflar vida; ahí se quedaron la novela de espías con un impostor leal, el relato del club Poirot de lectura de Marte… Argumentos de todo tipo y condición que conforman la materia oscura de mi universo, el mismo donde brillan la decena de obras que he logrado publicar.
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